jueves, 6 de octubre de 2011
martes, 4 de octubre de 2011
“Muerte morirás”: Amar la vida
“¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?”
T.S. Eliot
Vivian Bearing, protagonista de Amar la vida, tiene los días contados; está aquejada de un cáncer en fase terminal y deberá experimentar la misma angustia ante el próximo e irremediable final. Vivian es una brillante profesora de Literatura. Máxima autoridad en la poesía metafísica del poeta inglés del siglo XVII John Donne, es reverenciada por sus alumnos y admirada por sus colegas. Ha vivido como ella ha querido. Consagrando su vida al conocimiento, ha sacrificado lo emocional en aras de lo intelectual, ha sustituido el desarrollo de las relaciones personales por desarrollar la fineza conceptual, pero no se arrepiente. Rigor, minuciosidad, exactitud, trabajo concienzudo, firmeza o resolución son los términos que ella misma desgrana a lo largo del relato y con los que califica su relación con alumnos y obras literarias, a los que parece reducirse su mundo. Cómo, en definitiva, la eminente profesora deviene humilde alumna, pues debe aprender de lo real de la muerte que las abstracciones poéticas en las que se había refugiado no pueden expresar. Todo ello en un trasfondo de “muerte medicalizada”.
Mujer de 48 años con adenocarcinoma. Un cáncer de ovario con metástasis generalizadas.
Fase cuatro. Intratable. La fase cinco no existe. La muerte vuelve a fijar su cita de manera imprevista. Y, ante la muerte, la enferma se dispone a desplegar los recursos de su biografía:
“Es una cuestión de vida o muerte —dirá—. Y lo sé todo sobre eso. Al fin y al cabo, soy profesora de poesía del siglo XVII, especializada en los sonetos de John Donne. Que explican la mortalidad mejor que cualquier otra obra escrita en inglés”. De ahí que convoque a “las fuerzas del intelecto para vencer a enemigo”. De ahí su exigencia de precisión en el empleo del lenguaje.
De ahí su empeño en, “como soy una intelectual” dirá de sí misma, documentarse sobre su enfermedad: nefrotoxicidad, mielosupresión, emesis, neutropenia. De ahí su recurrencia a los Sonetos Sacros de John Donne que, habiendo constituido el fundamento de su vida, debieran ofrecerle consuelo en el momento de su muerte. En especial el X:
“Muerte, no te envanezcas aunque te hayan llamado poderosa y terrible; pues tú no eres así, ya que aquellos que crees por tu fuerza abatidos, no mueren, pobre muerte, ni a mí puedes matarme.
Del descanso y el sueño, que son imagen tuya, fluye mucho placer; entonces mucho más de ti ha de venir, y muy pronto nuestros hombres mejores van contigo, descanso de sus huesos, libertad de sus almas.
Esclava eres del destino, del azar, de reyes y desesperados, moras con el veneno, con la guerra y los males, también puede la amapola y la magia dormirnos, y mejor que tu golpe; ¿y por qué te envaneces?
Pasado un breve sueño despertamos eternos, y ya no habrá más muerte, tú morirás, oh muerte”.
Vivian Bearing es una profesional de las palabras. Ha dedicado toda su vida a ellas. En ellas se refugia y a ellas acude para poder dar forma a la realidad. También, ahora, la realidad de su enfermedad. Recuerda, incluso, el momento exacto en el que despertó a su magia, siendo niña, leyendo un cuento de Beatrix Potter, El conejito dormilón, junto a su padre. Éste le explica el significado de una palabra que no entiende: “soporífico”, que provoca sueño, que te hace dormir. Vivian se muestra exultante: “La ilustración confirmaba el significado de la palabra tal y como él me la había explicado. Y, a la vez, parecía algo mágico.
Los términos médicos son menos evocadores. Aún así, también quiero saber lo que dicen los médicos cuando me anatomizan. “Mi única defensa es la adquisición de vocabulario”.
Merece la pena detenerse en esta secuencia. Por una parte, la interpelación visual y sonora: Vivian mira constantemente a la cámara y habla directamente con un espectador que sabe presente. Por otra, el encabalgamiento espacio-temporal: el paso del salón de su hogar infantil a la habitación del hospital, del pasado al presente se produce en continuidad; un mismo ámbito en el que los personajes evolucionan, entran y salen, más allá de barreras espaciales y temporales. Creo que esto propicia una actitud más reflexiva que empática.
El mantenimiento de un cierto grado de ilusión de realidad pasa por negar la mirada de los personajes a la cámara, pues esa mirada desvelaría el carácter construido de toda ficción al poner en evidencia tanto la instancia de producción (la cámara) como la de recepción (el espectador).
Y es que Amar la vida es una película repleta de paradojas. Vivian misma está sometida a una paradójica situación: estudiosa objeto de estudio, narradora autónoma de una vida cada vez más dependiente, inflexible pensadora que busca compasión y consuelo. Ella misma lo plantea así en un momento en el que es aislada porque las defensas de su sistema inmunológico han descendido considerablemente: “No estoy en aislamiento porque tenga cáncer, porque tenga un tumor del tamaño de un pomelo. No estoy en aislamiento, curiosamente, porque me estén tratando por cáncer. Es el tratamiento el que hace peligrar mi salud. He aquí la paradoja.
Ya hay una clara comunicación “no verbal” sólo con el título “Wit”, es decir, ingenio, agudeza. De ahí los comentarios ingeniosos, agudos, mordaces y sarcásticos mediante los que la profesora Bearing se narra a sí misma y narra a los que la rodean.
La muerte deja de ser motivo de abstracciones y juegos intelectuales para tornarse en dolorosa experiencia. Así lo reconoce Vivian: “Hablamos de la vida, hablamos de la muerte y no es en abstracto. Estamos hablando de mi vida y de mi muerte. Y la verdad es que no se me ocurre otro tono. Ahora ya no es hora de agudezas verbales. Nada sería peor que un análisis intelectual puntilloso. Y erudición, interpretación, complicación. No. Es la hora de la sencillez. Es la hora... me atrevería a decir, de la bondad. Y yo pensaba que con ser muy inteligente todo estaba arreglado. Pero veo que, por fin, me han descubierto. Uuuuh... tengo miedo”. En una escena hacia el principio de la película, cuando Vivian era todavía estudiante, discute con su mentora, la profesora E.M. Ashcroft, sobre el soneto X de Donne. Sobre la sintaxis y la puntuación del último verso: “Y la muerte dejará de existir, muerte morirás”. Según la reputada edición de Helen Gardner: ni “muerte” con mayúscula ni entre signos de admiración ni punto y coma para separar las dos partes de ese verso. Así lo explica la Ashcroft mientras, también aquí, los personajes circulan sin sobresalto entre el pasado y el presente, el despacho de la profesora en la Universidad y la habitación del hospital: “Con la puntuación original la muerte no es algo que se representa en un escenario entre signos de admiración. Es una coma, una pausa. De esta forma, una forma inflexible, uno aprende algo del poema, ¿no cree? Vida, muerte, alma, Dios, pasado, presente. No hay barreras insalvables. No hay puntos y comas.
Sólo una coma”; la alumna cree comprender: “Vida... muerte..., entiendo. Es un concepto metafísico... Ingenio. Iré a la Biblioteca...”; la profesora la interrumpe: “Vivian. Es una joven brillante. Use su inteligencia. No vuelva a la Biblioteca. Salga por ahí. Diviértase con amigos”.
Vivian, por supuesto, acudirá a la Biblioteca. Ahí comienza su particular celibato.
Vivian Bearing es poseedora de un saber instrumental que no enseña cómo vivir. Ni cómo morir. Pronto será consciente de su fracaso. Humillada por los médicos, recuerda cómo humillaba ella a sus alumnos. Reclama de los demás la compasión que ella negó inflexiblemente a sus discípulos. Implacable durante toda su vida, sabe que, cuando muera, los colegas que ahora la admiran se lanzarán implacablemente para ocupar su puesto y ella pasará a ser nota a pie de página de cualquier nueva compilación de los poemas de John Donne. Sólo al final, tras la penosa y, reveladora experiencia de la enfermedad, será capaz de extraer la enseñanza que el poema de Donne no le proporcionó en su día. Pasado y presente, sentimiento y pensamiento, emoción e intelección, compasión, vida y muerte. De ahí que todo su proceso de desinvestimiento personal (de Dra. Bearing a señorita Bearing a meramente Vivian), físico (acaba sin cabello y semidesnuda, apenas cubierta por un camisón) e intelectual, está enmarcado entre dos textos. Por una parte, los complejos Sonetos Sacros de John Donne a los que acudía vanamente en busca de refugio y, por otra, el cuento para niños de Margaret Wise Brown El conejito fugitivo. La vida llega a su fin. Como reza el inicio del soneto VI de Donne que Vivian recita en un momento: “Es ésta la escena última de mi drama, aquí eligen / los cielos la última milla de mi peregrinaje; y mi carrera / ociosa aunque ligera, da este último paso / la última pulgada de mi tramo, el fin de mi minuto”. Es el momento de la “sencillez” y la “bondad”. En una imaginaria escena, la profesora Ashcroft vuelve a salir por segunda y última vez a escena; acude a visitar a Vivian; ésta le expresa su malestar y comienza a llorar. Palabras de consuelo para la profesional de las palabras. Pero no las alambicadas de Donne, sino la sencilla y bondadosa historia de amor incondicional de El conejito fugitivo que le relatará su antigua profesora y la retrotrae a su infancia. Al momento en el que las palabras todavía preservaban su evocadora magia. Vivian muere reconciliada con la vida. Ahora sí, su voz en off vuelve a retomar el soneto de Donne que comienza con “Muerte no te enorgullezcas” y finaliza con “... muerte morirás”. (Por eso he decidido titular así este texto).
Más arriba se expresaba que el trasfondo en el que discurren los últimos meses de la vida de Vivian Bearing es un trasfondo de “muerte medicalizada”. Este es el segundo gran tema que se plantea en la película. Y lo hace de manera, también aquí, ingeniosa. Pues los mismos presupuestos que informan de la manera como la profesora se relaciona con el mundo son aplicables a las relaciones, en este caso clínicas, que se establecen en torno a ella. Sobre un fondo desenfocado, el doctor Kelekian pronuncia las primeras palabras de la película: “Tiene cáncer. Srta. Bearing, tiene usted un cáncer ovárico metastásico avanzado”. Vivian Bearing recibe una “minuciosa” información acerca de su situación.
Lejos parece quedar el modelo paternalista en el que el médico gestionaba por su cuenta y riesgo la verdad del estado del paciente. La relación que aquí mantienen médico y paciente se da en términos de aparente igualdad. Información, consentimiento y corrección técnica son los fundamentos de toda investigación que el Dr. Kelekian respetará escrupulosamente. Pero el problema surge de la propia naturaleza de la investigación médica en humanos, porque el material, el objeto a investigar, es, a su vez, sujeto. Un ser humano. De ahí que en la progresiva objetualización que sufre, Vivian no deje de sentirse utilizada: “Kelekian y Jason se ven ya como una celebridad en cuanto se publique el artículo que, sin duda, están escribiendo sobre mí. ¿Por qué me hago ilusiones? El artículo no será sobre mí. Será sobre mis ovarios, será... sobre mi cavidad peritoneal que, a pesar de sus buenas intenciones, ahora está plagada de cáncer. Verán... en muchos momentos sospecho que yo soy, en realidad, sólo el tarro de las muestras. La sobrecubierta. Tan sólo un papel en blanco con unas pequeñas manchas negras”.
Por otra parte, decíamos, Kelekian es también médico asistencial. La investigación ha llegado a su fin. Tras ocho meses, ocho ciclos de quimioterapia (“dosis completa” será la muletilla recurrente que emplea Kelekian ante la paciente) el cuerpo de Vivian no da para más, la ciencia ya ha extraído de él toda la información que le ha sido posible. Sufriendo indecibles dolores la paciente, en posición fetal, solicita que se ponga remedio a su tormento. Se barajan dos posibilidades: el empleo de calmantes autoadministrables, propuesto por la enfermera Susie, de tal manera que sea la propia enferma la que decida el momento y la dosis que necesita o el gotero intravenoso de morfina que la mantendrá sedada hasta el momento de su muerte. Kelekian es partidario de esta segunda opción. “Se merece descansar”, será su justificación. Así, el democrático científico deja su lugar al paternalista médico, al padre solícito que desea lo mejor para su hijo pero sin contar con él. Al buen hijo sólo le resta acatar los mandatos del padre sumisa y obedientemente. Así lo hace la buena hija Vivian. Pues aunque es consciente de que “esas son mis últimas frases coherentes”, es hora de “dejar la acción a los profesionales”. Jason, el joven médico residente y principal colaborador de Kelekian no ha dicho nada.
Mira a la enferma y se va. Y es que él es el destilado más puro del investigador impasible. No en vano, siendo ahora discípulo del Dr. Kelekian, en el pasado ha sido alumno de la Dra. Bearing. Jason, como ellos, es riguroso, minucioso, exacto, concienzudo, pero falto de sentimientos.
También en sus manos Vivian se siente más objeto de experimentación que sujeto de atención:
“El joven doctor, como la gran académica, prefiere la investigación a la humanidad —dirá trazando un paralelismo con él—. Al mismo tiempo, la gran académica, en su patético estado de víctima atontada, desea que el gran doctor muestre un interés más humano. Ahora supongo que veremos cómo la gran académica niega despiadada a sus atontados estudiantes la pizca de bondad humana que ahora está buscando”. La misma pasión de la profesora hacia la poesía de Donne, se trasluce en la de Jason hacia el cáncer: “El cáncer es asombroso”, “Es la inmortalidad en cultivo”. El cáncer como misterio que debe ser desvelado. Una única pega: hay alguien que lo padece. Ese parece ser el ideal de Jason: investigar la enfermedad sin tener que tratar con el paciente. Un mal menor que, por ahora, no puede evitarse. De ahí que MacIntyre hable de la relación médicopaciente como “una relación entre extraños”. Ni verdugo ni amigo. El médico es un desconocido al que nos acercamos con una mezcla de miedo y desconfianza. Es por ello por lo que los aspectos formales cobran especial relevancia. Es así como el joven aspirante a investigador, que no a médico, se convierte en el esclavo de unos burocráticos protocolos.
De ahí el “¿Cómo se siente hoy?” con el que cada vez saluda a la enferma sin ni siquiera mirarla ni esperar respuesta. De ahí la información que, de forma desganada, le va proporcionando: “Se supone que debemos hacerlo. En la Universidad hay un curso para eso. Es obligatorio. Una pérdida de tiempo para un investigador”. De ahí la patética anamnesis que realiza a la enferma y de la que ésta sale airosa recurriendo a su ingenio. De ahí que la abandone sobre la camilla con las piernas y la puerta abiertas porque la normativa del hospital exige la presencia de una enfermera en el momento de la exploración ginecológica. Incluso, cuando en un momento Vivian intente aproximársele expresándole el estado de dudas y confusión en el que se encuentra, Jason echa mano del protocolo y le realiza una serie de preguntas relativas a la orientación temporo-espacial con el objeto de detectar una posible demencia. Una escena clave: “la gran ronda”. Kelekian y sus residentes pasan visita: desvisten y palpan, exploran y auscultan. Kelekian provoca en sus alumnos lo mismo que Bearing en los suyos: jerarquía, alardes gratuitos y exaltación de la rivalidad. Diagnóstico y síntomas, tratamiento y dosis; llegan a los efectos secundarios; enuncian algunos; Kelekian insiste:
“¿Otros efectos secundarios? Usen los ojos”; silencio; Kelekian se responde a sí mismo:
“Pérdida de cabello”. Ni siquiera la han mirado a la cara.
Ya he mencionado a la profesora Ashcroft. Ahora le toca el turno a la enfermera Susie.
Defensora del paciente, ella le informa de lo que los médicos callan: el cáncer no remite; ella se opone a que Kelekian la sede definitivamente; ella impide que se la reanime cuando el Código Azul se pone en marcha. Y cuidadora integral: técnicamente competente y éticamente responsable. Parece hacer realidad lo expresado por Virginia Henderson: “La enfermería más eficaz implica una observación e interpretación continua del comportamiento del paciente, la aprobación del paciente de la interpretación de sus necesidades y la acción basada en la deducción confirmada”. Constantemente observa, interpreta y actúa. Al tiempo que demuestra su pericia técnica mide los tiempos de aproximación a Vivian sin violentarla. La consuela mediante el contacto físico y la palabra. Incluso cuando ya está sedada, ante la incomprensión de Jason, cuida el aspecto de la enferma, hidrata sus manos, y “conversa” con ella. Es lo más aproximado a una relación de amistad que puede establecerse en plena relación clínica. Amistad, que no puede ser de otra manera, está basada en la confidencia y el compromiso. Confidencia, por ejemplo en la “escena del helado”, que exige un quid pro quo, compartir e intercambiar aspectos íntimos de la vida de ambas. Compromiso que, expresado en forma de ruego por la enferma: “Aun así, me seguirá cuidando, ¿verdad?”, llevará a la enfermera a pelear por ella ante el equipo de reanimación. Cuando curar no es posible, la investigación llega a su fin y los médicos abandonan el barco, allí permanece la enfermera cuidándola y acompañándola. La única vez que vemos reír abiertamente a Vivian lo hará con Susie; se dispone a sedarla; surge otra vez la palabra “soporífico”; la enfermera no conoce su significado; el equívoco provoca la risa en ambas. Otra vez la magia de las palabras de ese lenguaje verbal y no verbal. Otra vez la tensión entre conocimiento y sabiduría. Porque Susie, sin poseer tal vez un gran conocimiento intelectual, está en posesión de un gran saber emocional.
Vivian muere. Atrás han quedado degradación y humillación, dolor y miedo. La cámara enfoca su rostro devastado por la enfermedad y el tratamiento. Una fotografía hermosa, en su sentido etimológico:
formosus, con buena forma, con forma armoniosa y nítida. Así, sobre el rostro deformado se superpone el hermoso, el dotado de forma, el recuerdo de la persona que lo habitó. Mientras esto sucede se oye en off la voz de Vivian recitando el soneto sobre la muerte de la muerte misma de John Donne.: “Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un trozo del continente, una parte del todo; si un terrón fuese arrastrado por el mar (y Europa es el más pequeño) sería lo mismo que si fuese un promontorio, que si fuese una finca de tus amigos o tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo estoy involucrado en la humanidad; en consecuencia, no envíes nunca a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
(Meditación XVII: “Nunc lento sonitu dicunt, Morieris”*).
Bajo mi punto de vista, la protagonista no creo que pensara que ha fracasado en su vida, sino que simplemente, ha llevado toda su vida estudiando a John Donne, y creo que al final se da cuenta de que la muerte no es algo tan enrevesado ni con tanta palabrería, sino que es algo mucho más simple: la extinción de la vida.
La actitud y el perfil profesional del médico frente al personaje de la enfermera (Susie), representan modelos de comunicación diferentes, incluso contrapuestos, así como los conceptos del dolor y la enfermedad. Así he intentado plasmarlo haciendo referencia y transferencias claras durante todo el texto (Por ejemplo: lo expresado por Virginia Henderson sobre lo que implica la enfermería más eficaz). Mi experiencia si me dice que este tipo de comunicación entre los diferentes profesionales sanitarios y los pacientes, no es tan exagerada en la realidad, pero si es verdad que la comunicación de la enfermera es mucho más cercana.
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